miércoles, 27 de junio de 2007

Por fin el olvido (Nicolás Gramajo)

Para Marta aquel martes comenzó igual que cualquier día de invierno, apronta un café bien cargado y se sienta en el banco del pasillo, frente al ventanal que da al patio interno de la casa antigua. Le encantaba ver los colores del vitró reflejados en la pared cuando el sol se asomaba sobre las chapas.
La casa estaba impregnada de silencio y un poco más muerta que de costumbre, a causa de la pérdida de Rocky, que acostumbraba ronronear sobre la falda de Marta mientras tomaba el primer café de la jornada.
Aproximadamente a esa hora, cada día, Jaime cerraba las puertas del bar y se iba conversando con algún cliente, pero ese día fue distinto, mientras presenciaba una de las típicas peleas por quien tenía la razón en el pool sintió una fuerte puntada en el pecho que lo dejó acurrucado en el suelo, mientras unos borrachos lo miraban asombrados y otros aprovechaban ese desliz para meter su mano tras el mostrador y sacar, arrugados, un par de billetes.
Por esa suma mensual mas o menos era que Marta ibas cada mañana a la sala velatoria a juntar pétalos de flores del piso, hacer café, limpiar en general y si era necesario vestir a algún difunto y colocarlo en el cajón. Con eso y la módica pensión que le pasaba el padre de su hija le alcanzaba para comer y tomarse su medio litro de cerveza diarios, que a fin de mes podía ser vino de mala calidad.
Tomó su campera, se la echó a los hombros y se dispuso a ir a trabajar, al igual que las demás trescientas sesenta y cuatro mañanas del año. Al cerrar la puerta sintió timbrar un par de veces el teléfono, pero si se detenía llegaría tarde al trabajo, además su hija aún estaba dormida en su cuarto.
Al llegar a la sala todo era rutinario, igual, nada la atormentaba, se coloca la túnica celeste, recoge un par de claveles que yacen en el suelo, lava unas tazas, apronta café. Mientras enceraba la cruz donde sufre un cristo de madera oye llegar una de las negras carrozas, la primera, como todos los días, la de Pierri, siempre puntual, siempre prolijo.
Marta prepara dos tazas de café esta vez y se apronta para un día tranquilo, cuando ve arribar la segunda carroza, solo que esta no venía tan vacía.
Sin preocuparse ni alterarse, apagó la caldera, detuvo la cuchara que incesantemente y con un poco de furia batía el café con la azúcar, salió de esa precaria cocina-baño y dejó la puerta entreabierta, todo con absoluta tranquilidad.
Por otro lado ya hacía varios minutos que la ambulancia se había llevado a Jaime, y su cliente más fiel cierra el bar, comunica a su hija los motivos por los que no llegará a dormir, destrancó su bicicleta y partió rumbo al centro hospitalario.
Mónica, la hija de Marta optó por no salir de debajo de las frazadas de lana, por lo que no atendió el teléfono, pero no pudo evitar levantarse de golpe, mas bien de un brinco cuando sintió que le tiraban la puerta abajo. Gritos por medio, Ramona, su amiga, golpeaba a más no poder la puerta exageradamente alta y de dos astas.
Ante los ojos de Marta, como un telón se levanta la puerta trasera del coche y ayuda a mover una bolsa negra, de tela, con muchísima tranquilidad y frialdad. Entre Pierri y Gerardo, -apodado “cala”, que como abreviación de calavera describe un fisco flaco, muy flaco, con las mejillas hundidas en los pómulos como chupando algo con fuerza, los huesos de los hombros, codos y omoplatos, filosos, puntiagudos y expuestos, pero no por eso menos fuerte- colocaron con mucho profesionalismo el bulto sobre la camilla y Marta procedió a abrir el cierre de la bolsa.
Inesperadamente (ya que Marta conoce a casi todo el pueblo) la cara de ese difunto le resultó absolutamente desconocida. Lo colocó en el féretro, lo tapó hasta el cuello con una blanca seda y sintió algo muy extraño, a pesar de no recordar ese rostro percibió algo muy en sus adentros, algo raro, como si lo conociera de muchos años y llegó a sentir pena por ese señor ya entrado en años (aparentemente mayor que ella), pero bastante atractivo a pesar de su dejadez.
Minutos más tarde siente el llamado de su jefe y cuando se acerca a la puerta de vidrio, entre llantos oye el desesperado grito de Mónica. Desconcertada intenta consolarla, y aunque desconoce el problema puede percibir la gravedad del asunto. Con palabras entrecortadas alternándose con explosiones de llanto, la chica deja salir un “Papá, papá” seguido de un fuerte abrazo y tras el vano intento de tranquilizarla descubre que por fin había logrado olvidar a quien fue su marido.

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