miércoles, 26 de marzo de 2008

Sabar [Paciencia] (Nicolás Gramajo)

Detente, separa tus parpados y pestañas,
mírame, guárdame en tu álbum,
busca en mis ojos las palabras
que solo ellos te sabrán decir.

Respuestas que no tengo
a preguntas que nunca me harías,
solo en mis ojos,
el lo profundo de ellos,
te verás reflejada.

Baja como un yo-yo
y vuelve a subir,
corre y detente,
para seguir corriendo.

Respira, toma bastante aire
que luego te hará falta,
párate en medio de la avenida,
y detén los coches.

Tomate un momento
para escuchar más allá de todo,
para encontrar ese segundo perfume
y ver eso que hay dentro de mis ojos.

Congela el tiempo,
para las balas,
abre tus ojos y los míos,
y mira más allá.

Hoy tenemos más tiempo
que el tiempo,
frena tu pulso acelerado,
dame tus manos,
déjame ver dentro de ti,
déjame buscar tu otro Yo,
tu Yo real.

Solo así podrás recordarme,
solo así podré recordarte
cuando esta noche termine
y no nos volvamos a ver.

Tanta libertad (Nicolás Gramajo)

Tengo tanta libertad
que este pensamiento
podría ser el último.
Podría abrirme de par en par las venas
y nadie me detendría.

Podría despojarme de ropas
y salir sin rumbo,
sin guía ni remordimiento.
Podría colgar de un hilo,
con los pies en el aire
y la lengua en el pecho.

En cuestión de segundos
podría desaparecer,
volar o tan solo quedarme quieto,
sin alguien de quien despedirme,
sin destinatario para mis últimas palabras,
sin velatorio ni réquiem.

Preferiría que me aten o me encierren,
porque aunque uno lucha
con garras y colmillos
en busca de la libertad,
el día que la encuentras,
más que nunca,
necesitas un límite, un punto.

Podría emborracharme hasta la cirrosis
sin tener que dar cuentas a nadie,
en silencio y solo,
sin un miserable clavel
sobre mi gris y desolada tumba.

Cuarta sinfonía de Mar en Fa # mayor (Nicolás Gramajo)

Fumaba y reía como loca.
se dejaba llevar,
la fiebre no bajaba,
y la arena atravesaba sus dedos
como fantasmas
atravesando paredes.

Piedras gastadas,
qué sin pasaporte trajo el mar,
de playas hermosas y lejanas.
Multicolores conchas y caracolas
hechas añicos,
hicieron de piso para su vuelo.

Pernoctando en secreto,
en silencio,
libre como pez libre.
Llamando, cantando,
cual sirena entre rocas
en el valle de sus piernas.

El aire sobraba,
salía a borbotones.
La piel se estremecía
y los músculos se endurecían.

Cuando volvieron en sí,
el sol los había encontrado,
dormidos y desnudos en la orilla
como los restos de un naufragio,
oxidados y cubiertos de arena.

ConFusión (Nicolás Gramajo)

El frío y el calor
chocan en un instante
como tormenta sin aviso,
lo profundo y lo frívolo,
la materia y la razón.

Lo instintivo y lo intuitivo,
el humo en el aire,
el río en el mar,
la guerra y la paz.
Se mezclan en un amargo cóctel fatal.

Dormida (Nicolás Gramajo)

Como una entelequia
su ser desnudo, frágil,
se sumerge en mi colchón.

La piel suave y tensa
recorre su cuerpo
como mis duros dedos.

Su delicado perfume innato
impregnándose en mis sábanas
y ese cuadro pintándose
en las paredes de mi recuerdo.

Por sus muslos relajados,
hormigueos,
y el corazón bombeando,
bombeando sangre hervida
a toda máquina.

Perfecta, exacta, dormida
con mi brazo de almohada,
descansa.

Con rasguños y mordiscos
la miro fascinado,
como a un espejismo.

Y la cama descansa a su par
mientras la mañana
trepa sigilosa la ventana.

Guitarra azul (Nicolás Gramajo)

De un momento a otro
escupió un buche,
tiró lo que quedaba en su vaso
y decidió irse.

Tomó sus escasas pertenencias
y partió en busca del paraíso,
ni en el cielo ni en su imaginario,
lo buscaba real, palpable.

Recorrió planetas y galaxias,
soles y agujeros negros,
hasta que años mas tarde lo encontró,
escondido, diminuto, recóndito.

Se encontró con gente,
pero en otro idioma,
otra lengua,
sin interpretes ni traductores.

Hasta el universal lenguaje de las señas
se tornaba insuficiente a veces,
¿cómo expresar un sentimiento
tan solo con las manos?

Quiso aprender,
quiso enseñar,
y no logró más
que una colección
de inútiles intentos fallidos.

Un día, ya rendido,
tomó su guitarra azul
y comenzó a tocarla,
triste a pesar del paraíso.

Poco a poco
vio lágrimas correr
acorde tras acorde,
vio gente reír hasta el alba.

Año tras año vivió,
sintió y amó,
en el paraíso,
donde las palabras y sentimientos
no eran más que melodías
como espejos del alma.

Afinadas cuerdas
resonando en corazones,
sueños en clave de sol
y su vida escrita
en una perfecta partitura.

sábado, 15 de marzo de 2008

El apagón (Nicolás Gramajo)

New York corría,
más veloz de lo que los ojos
humanos podían percibir,
una brisa, un poco de aire,
solo en el Central Park,
insuficiente pulmón
para tan grande New York.

Con su monumento a la libertad,
que algunos no supieron interpretar.
Con menos torres y mas miedo,
inventado.

Hasta que llegó el apagón,
la metrópolis se vistió de negro
por unos minutos,
luego los generadores se encendieron
y todo volvió a una provisoria normalidad,
los gritos fueron callando de a poco.

Días después, las reservas se agotaron,
los generadores ya no generaban,
y todo volvió al perfecto negro, oscuro,
volvieron los gritos, la desesperación,
niños tirándose de sus balcones
aferrados a sus videojuegos.

Esclavos, partes de la máquina,
se colgaron con los cables de sus ordenadores,
militares tiraban bombas al azar
por dos segundos de luz.
Los alocados coches colisionaban
uno tras otro a falta de semáforos.

Los que murieron, los que mataron
y los que se murieron,
en hilera desfilaban,
uno tras otro.

Políticos ahorcados con las cintas
de sus discursos,
sin salida, sin aduanas,
ni puertos ni aeropuertos.
Los que no callaron, enloquecieron,
animales de costumbres,
sin teléfonos,
ni gente con quien hablar,
el vecino era el más remoto desconocido.


New York deliró,
se suicidó,
no sabía vivir en silencio.
Sin embargo, en una plaza,
entre altos edificios,
un loco descubrió las estrellas,
la galaxia, las constelaciones,
y lloró, lloró de alegría,

¡eran de verdad!,
las estrellas no aparecían en películas,
lloró como un niño,
y cuando volvió la luz,
juntó sus cosas
y de un frío tajo
abrió sus venas de par en par.

Bajo el agua el silencio (Nicolás Gramajo)

Aturdido por los ruidos
de la gran cuidad,
cargó su bolso y se fue.
Donde los sapos no croan
y los grillos no cantan por las noches,
bajo el agua todo es
un mentiroso silencio.

Se desplomó pesado
como la piedra atada a su cintura,
se hundió como el hielo en el whisky,
siguiendo el mudo cantar
de alguna sirena perdida en la orilla.

Dejando su vaso por la mitad,
un verso a medias
y un par de notas
empapadas de tristeza y lágrimas.

Cobarde, egoísta, débil,
se fue tras la segunda ola,
en busca de Poseidón,
en busca de su paz,
de su agonía.

Tímido, temblando,
entró con la mente en blanco,
callado y solo,
sin mas testigos que los mismos peces,
que luego se regocijarán
con su carne muerta, blanda y salada.

Ya era tarde,
la cadena lo abrazaba fuertemente,
no había escapatoria y quiso huir.
Minutos que fueron horas,
hilos ya cortados, irreversibles,
candado sin llave ni magia,
peleando contra su propia decisión,
cazado en su propia trampa.

Y despertó sin cielo ni infierno,
solo grillos y sapos,
el sudor en su espalda y un nuevo plan.

Los guardianes de la biblioteca (Nicolás Gramajo)

-Buen día Diógenes- rutinario pero sentido y sincero saludo diario.
-Buen día Roberto- la respuesta de siempre, nada nuevo, lo mismo de hace diez perros años, aproximadamente.
-¿Cómo dormiste? ¿bien?-
-Si, bien; bah… bien, como siempre, ¿qué se yo?- contesta Diógenes, casi por inercia y para terminar el tema, suele levantarse de mal humor.
El día era gris, y Montevideo ya no estaba en ayunas, habían pasado unas horas del supuesto amanecer y los ojos hinchados.
-¿Sientes este aroma a humedad?- preguntó Roberto mientras hacía un royo con la frazada. Sin esperar respuesta prosiguió, -Cuándo yo era pibe, vivía a las afueras de Montevideo, en una casita bastante precaria pero acogedora, y los días como hoy, después de la lluvia, el olor a humedad era otra cosa, era olor a tierra mojada mezclado con el olor al horno de ladrillos donde trabajaba mi padre. ¡Que lindas épocas! Que rico que era ese olor, inolvidable. Como las escapadas a jugar en el barro con algún otro niño del barrio, sin permiso ni limites estrictamente establecidos.
Un poco dormido todavía, Diógenes escuchaba sin muchas ganas, solo por el respeto que se tenían, sin emitir ni un solo sonido.
-Lo que pasa es que todo era otra cosa para aquellos años –siguió Roberto-, la gente, las costumbres, todo.
-Che, “Negro”, ¿y si en vez de seguir poniéndote melancólico, te dejas de contarme historias que ya se de memoria y vas a buscar un poco de agua caliente?, te lo agradecería, tengo bastante frío. Mientras tanto voy despertando a Alonso.
-Dale, despiértalo, y saca un poco de yerba nueva de mi bolso para ponerle al mate.
Los estudiantes pasaban arqueados y los oficinistas y profesionales desfilaban sus trajes y corbatas por 18 de Julio, apoyándose en sus paraguas cerrados como bastones. Tristán Narvaja moría como río que desemboca al mar, los autos, las bocinas, la gente, atravesando la ciudad, apresurados, imparables.
Una gigante bola de ruidos que se tornan indescifrables por separado. Sirenas, bocinas, gritos, vehículos, maquinas, voces y campanas que opacan a los pájaros y al viento, haciéndolos imperceptibles.
-“Negro”, esto me está preocupando, le hablé, lo sacudí, y nada.- dijo Diógenes, con la voz entrecortada y con miedo.
-Lo que pasa es que tomó demasiado anoche. Se lo veía un poco triste ¿no?- sin dar espacio, sigue, -está cada día mas loco ¿no te parece?, esos libros se le subieron a la cabeza, pero no te preocupes, ya va a despertar, capaz que es peor si lo despertamos, quién sabe con que delirio nos puede salir.
Diógenes calla, lo mira unos segundos, con el ceño fruncido y un poco de desconfianza, y pregunta, -¿hace cuanto que está aquí? ¿un año? ¿dos años?, sinceramente no lo recuerdo, ¿tu sabes algo de su vida, su pasado?
-Eh… déjame pensar, -se toma unos segundos con la mirada perdida y sigue, -hace dos años que está aquí aproximadamente, y se muy poco de el. Se que estudió una carrera universitaria, de la que le faltaron un par de exámenes para recibirse; ahí fue que se casó con quien fue su esposa durante siete años, fundaron un negocio, les iba bien, y de un momento a otro ella lo corrió de la casa con lo puesto. Se encontró solo, sin amigos, ni esposa, sin comercio ni voluntad, sabes a que me refiero. ¿Juegas un ajedrez?
-Si, juego, pero esta vez arma tú el tablero y cuéntame como le dio este amor por los libros.
Roberto repite la mirada perdida y pensativa, y tras unos segundos, ya ordenando las fichas, -Mira, el llegó aquí con un libro grueso, amarillento y sin tapas, después de un tiempo creo que lo cambió por un par de libros más finos, y poco tiempo más tarde se volvió algo compulsivo, ya no comía, no hacía nada más que leer y hablarle a los monumentos de Cervantes y Sócrates. En sus locuras les habla de defender los libros, protegerlos de supuestos enemigos, hasta el punto de utilizar algunos como almohada y dormir abrazando otros. Durante un tiempo relativamente corto mantuvo charlas con aquel joven artiguense ¿lo recuerdas?, buena gente ese muchacho, se merecía algo mejor que esto, pero le vendieron la historia de que aquí conseguiría trabajo y eso, pero era mucho mas complicado de lo que pensó, además extrañaba a sus hijos. Mueves tu Diógenes.
-Si, lo recuerdo, y no me apures, déjame pensar. ¿Y por que no se consiguió otro trabajo, o termino la carrera Alonso?
-Y… no se, quedó muy mal después de la separación, quedó bastante loco y con el tiempo esa locura se le fue incrementando, lo que pasa es que la calle o te mata o te enloquece, es extremadamente difícil salir después…
Diógenes interrumpe bruscamente, -¡Jaque!, y contéstame una pregunta más ¿nosotros estamos en vísperas de morir o de enloquecernos?
-Vaya uno a saber mi querido, un poco de las dos, supongo.
-¿Y si vas a despertarlo?, ya es casi mediodía.
-Ya te gano y lo despierto.
-Imposible, ¡Jaque mate!, te gané otra vez Robertito, yo que tu sigo practicando. Y anda a despertarlo.
-Mierda. Voy a despertarlo y después salgo a buscar algo de comer.
-Eh… Diógenes… ven a ver, creo que no está respirando- su cara se transformó, era la de un niño extraviado en medio de una feria, un aire frío lo abrazó y le corrió por la espalda.
Sigiloso y con miedo Diógenes se acercó, lentamente. –No respira –confirmó -¿y ahora que hacemos?
-No se, desde que duermo acá nunca se había muerto nadie, no se que hacer, a quien avisarle. Pobre Alonso, debe haber sido el frío de anche.
-Avisa aquí, en la biblioteca, yo iré a buscar algún policía.

-¿Cómo que no está identificado? Se llama Alonso.
-¿Y su apellido?
-No lo se, pero debe tener algún documento, no es un hombre que haya vivido toda su vida en la calle, estudió, estuvo casado, tuvo un comercio, señor oficial.
-Pero entiéndame, no podemos hacer nada, como mucho estará unos días en la morgue esperando que alguien venga a reconocerlo, más que eso no podemos hacer.
-¿Y en el caso que nadie vaya a reconocerlo? ¿Qué sucedería?
-Y… sería un indocumentado, un anónimo, estaría en una morgue y posteriormente se utilizaría su cuerpo para experimentos y prácticas de estudiantes.
Un escalofrío cortó el aire, la idea de ver a Alonso siendo abierto para estudiarlo y luego tirarlo como un maniquí de plástico, revolvió su estómago y su mente, para Roberto, su presencia allí, aunque breve, fue trascendente, aunque fuese una amistad silenciosa y un poco fría se sentían bien sabiendo que el otro estaba allí, no podía dejarlo así y preguntó que era necesario para que fuese enterrado dignamente, en una tumba que llevase su nombre y la respuesta lo desalentó, le quitó toda esperanza, era demasiado dinero el que debía conseguir.
De pronto vio como Diógenes extrajo de su bolso un alto de billetes prolijamente ordenados y los puso sobre el banco, -no era más que un loco, pero tu lo querías, y creo que nadie se merece una muerte así, todos debemos tener donde caer muertos, donde descansar nuestro golpeado cuerpo cuando pasamos a mejor vida. Tómalo Roberto, él lo necesita más que yo, más que tu, más que nadie.

-Solo nos quedó su “Don Quijote de la Mancha”, su libro grueso, amarillento y sin tapas. Nunca lo cambió. ¡Que loco que estaba!
Un gris epitafio tallado en la piedra de su tumba decía:

“Querido Alonso,
amigo y guardián de las letras
entre Sócrates y Cervantes estarás,
luchando contra grandes molinos
con dientes y uñas.
Sé feliz en tu viaje,
Diógenes y Roberto”

-¡Cada vez estamos más solos, Diógenes!
-…Y más tristes…
-Que loco que estaba ese Alonso- dijo Roberto mientras le daba un hueso de comer a su flaco perro, Diógenes.