-Buen día Diógenes- rutinario pero sentido y sincero saludo diario.
-Buen día Roberto- la respuesta de siempre, nada nuevo, lo mismo de hace diez perros años, aproximadamente.
-¿Cómo dormiste? ¿bien?-
-Si, bien; bah… bien, como siempre, ¿qué se yo?- contesta Diógenes, casi por inercia y para terminar el tema, suele levantarse de mal humor.
El día era gris, y Montevideo ya no estaba en ayunas, habían pasado unas horas del supuesto amanecer y los ojos hinchados.
-¿Sientes este aroma a humedad?- preguntó Roberto mientras hacía un royo con la frazada. Sin esperar respuesta prosiguió, -Cuándo yo era pibe, vivía a las afueras de Montevideo, en una casita bastante precaria pero acogedora, y los días como hoy, después de la lluvia, el olor a humedad era otra cosa, era olor a tierra mojada mezclado con el olor al horno de ladrillos donde trabajaba mi padre. ¡Que lindas épocas! Que rico que era ese olor, inolvidable. Como las escapadas a jugar en el barro con algún otro niño del barrio, sin permiso ni limites estrictamente establecidos.
Un poco dormido todavía, Diógenes escuchaba sin muchas ganas, solo por el respeto que se tenían, sin emitir ni un solo sonido.
-Lo que pasa es que todo era otra cosa para aquellos años –siguió Roberto-, la gente, las costumbres, todo.
-Che, “Negro”, ¿y si en vez de seguir poniéndote melancólico, te dejas de contarme historias que ya se de memoria y vas a buscar un poco de agua caliente?, te lo agradecería, tengo bastante frío. Mientras tanto voy despertando a Alonso.
-Dale, despiértalo, y saca un poco de yerba nueva de mi bolso para ponerle al mate.
Los estudiantes pasaban arqueados y los oficinistas y profesionales desfilaban sus trajes y corbatas por 18 de Julio, apoyándose en sus paraguas cerrados como bastones. Tristán Narvaja moría como río que desemboca al mar, los autos, las bocinas, la gente, atravesando la ciudad, apresurados, imparables.
Una gigante bola de ruidos que se tornan indescifrables por separado. Sirenas, bocinas, gritos, vehículos, maquinas, voces y campanas que opacan a los pájaros y al viento, haciéndolos imperceptibles.
-“Negro”, esto me está preocupando, le hablé, lo sacudí, y nada.- dijo Diógenes, con la voz entrecortada y con miedo.
-Lo que pasa es que tomó demasiado anoche. Se lo veía un poco triste ¿no?- sin dar espacio, sigue, -está cada día mas loco ¿no te parece?, esos libros se le subieron a la cabeza, pero no te preocupes, ya va a despertar, capaz que es peor si lo despertamos, quién sabe con que delirio nos puede salir.
Diógenes calla, lo mira unos segundos, con el ceño fruncido y un poco de desconfianza, y pregunta, -¿hace cuanto que está aquí? ¿un año? ¿dos años?, sinceramente no lo recuerdo, ¿tu sabes algo de su vida, su pasado?
-Eh… déjame pensar, -se toma unos segundos con la mirada perdida y sigue, -hace dos años que está aquí aproximadamente, y se muy poco de el. Se que estudió una carrera universitaria, de la que le faltaron un par de exámenes para recibirse; ahí fue que se casó con quien fue su esposa durante siete años, fundaron un negocio, les iba bien, y de un momento a otro ella lo corrió de la casa con lo puesto. Se encontró solo, sin amigos, ni esposa, sin comercio ni voluntad, sabes a que me refiero. ¿Juegas un ajedrez?
-Si, juego, pero esta vez arma tú el tablero y cuéntame como le dio este amor por los libros.
Roberto repite la mirada perdida y pensativa, y tras unos segundos, ya ordenando las fichas, -Mira, el llegó aquí con un libro grueso, amarillento y sin tapas, después de un tiempo creo que lo cambió por un par de libros más finos, y poco tiempo más tarde se volvió algo compulsivo, ya no comía, no hacía nada más que leer y hablarle a los monumentos de Cervantes y Sócrates. En sus locuras les habla de defender los libros, protegerlos de supuestos enemigos, hasta el punto de utilizar algunos como almohada y dormir abrazando otros. Durante un tiempo relativamente corto mantuvo charlas con aquel joven artiguense ¿lo recuerdas?, buena gente ese muchacho, se merecía algo mejor que esto, pero le vendieron la historia de que aquí conseguiría trabajo y eso, pero era mucho mas complicado de lo que pensó, además extrañaba a sus hijos. Mueves tu Diógenes.
-Si, lo recuerdo, y no me apures, déjame pensar. ¿Y por que no se consiguió otro trabajo, o termino la carrera Alonso?
-Y… no se, quedó muy mal después de la separación, quedó bastante loco y con el tiempo esa locura se le fue incrementando, lo que pasa es que la calle o te mata o te enloquece, es extremadamente difícil salir después…
Diógenes interrumpe bruscamente, -¡Jaque!, y contéstame una pregunta más ¿nosotros estamos en vísperas de morir o de enloquecernos?
-Vaya uno a saber mi querido, un poco de las dos, supongo.
-¿Y si vas a despertarlo?, ya es casi mediodía.
-Ya te gano y lo despierto.
-Imposible, ¡Jaque mate!, te gané otra vez Robertito, yo que tu sigo practicando. Y anda a despertarlo.
-Mierda. Voy a despertarlo y después salgo a buscar algo de comer.
-Eh… Diógenes… ven a ver, creo que no está respirando- su cara se transformó, era la de un niño extraviado en medio de una feria, un aire frío lo abrazó y le corrió por la espalda.
Sigiloso y con miedo Diógenes se acercó, lentamente. –No respira –confirmó -¿y ahora que hacemos?
-No se, desde que duermo acá nunca se había muerto nadie, no se que hacer, a quien avisarle. Pobre Alonso, debe haber sido el frío de anche.
-Avisa aquí, en la biblioteca, yo iré a buscar algún policía.
-¿Cómo que no está identificado? Se llama Alonso.
-¿Y su apellido?
-No lo se, pero debe tener algún documento, no es un hombre que haya vivido toda su vida en la calle, estudió, estuvo casado, tuvo un comercio, señor oficial.
-Pero entiéndame, no podemos hacer nada, como mucho estará unos días en la morgue esperando que alguien venga a reconocerlo, más que eso no podemos hacer.
-¿Y en el caso que nadie vaya a reconocerlo? ¿Qué sucedería?
-Y… sería un indocumentado, un anónimo, estaría en una morgue y posteriormente se utilizaría su cuerpo para experimentos y prácticas de estudiantes.
Un escalofrío cortó el aire, la idea de ver a Alonso siendo abierto para estudiarlo y luego tirarlo como un maniquí de plástico, revolvió su estómago y su mente, para Roberto, su presencia allí, aunque breve, fue trascendente, aunque fuese una amistad silenciosa y un poco fría se sentían bien sabiendo que el otro estaba allí, no podía dejarlo así y preguntó que era necesario para que fuese enterrado dignamente, en una tumba que llevase su nombre y la respuesta lo desalentó, le quitó toda esperanza, era demasiado dinero el que debía conseguir.
De pronto vio como Diógenes extrajo de su bolso un alto de billetes prolijamente ordenados y los puso sobre el banco, -no era más que un loco, pero tu lo querías, y creo que nadie se merece una muerte así, todos debemos tener donde caer muertos, donde descansar nuestro golpeado cuerpo cuando pasamos a mejor vida. Tómalo Roberto, él lo necesita más que yo, más que tu, más que nadie.
-Solo nos quedó su “Don Quijote de la Mancha”, su libro grueso, amarillento y sin tapas. Nunca lo cambió. ¡Que loco que estaba!
Un gris epitafio tallado en la piedra de su tumba decía:
“Querido Alonso,
amigo y guardián de las letras
entre Sócrates y Cervantes estarás,
luchando contra grandes molinos
con dientes y uñas.
Sé feliz en tu viaje,
Diógenes y Roberto”
-¡Cada vez estamos más solos, Diógenes!
-…Y más tristes…
-Que loco que estaba ese Alonso- dijo Roberto mientras le daba un hueso de comer a su flaco perro, Diógenes.
sábado, 15 de marzo de 2008
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2 comentarios:
esaaa nico cada vez mas loco... esos finales inesperados me matan
felicitaciones...
La verdad que me conmueven muchísimo tus palabras, me encanta tu estilo!!! Quede sin comentarios...muy bueno, es lo único que puedo decir.
Mucha suerte morocho
Lau
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